( imagen de Katerina Plotnikova)
“creo que cada persona en el mundo
tiene un poema.
que es su alma gemela”
nejma (2014)
nayyirah waheed
En Mujeres y Compañía
creemos que cada persona en el mundo tiene muchos poemas que son su alma
gemela. Por eso queremos que los lunes sean los momentos en los que puedas
conocer las tuyas.
Leer poesía y, sobre
todo, leer poesía escrita por mujeres, es un acto de resistencia contra el
patriarcado. Como nos han enseñado autoras como Audre Lorde, Adrienne Rich o Sonia
Sánchez, leemos y escribimos poesía porque nos ayuda a articular un relato
propio en un mundo que interpela nuestras vidas y nuestros cuerpos de manera
diferencial. En la poesía feminista se debate sobre la violencia sexual, la
lucha contra el silenciamiento, las relaciones entre mujeres, el papel del
cuerpo como espacio político, las fórmulas de resistencia frente a las
distintas opresiones. La poesía es un espacio para la belleza y la reflexión, y
como tal, para la revolución. Parte de esa revolución es la creación de
genealogía, tender hilos hacia las poetas pasadas o coetáneas que nos asombran
con su lucidez, nos deleitan con su palabra y nos alientan en las luchas
cotidianas. Christina Rossetti, Rosalía de Castro, Anne Sexton, Alejandra
Pizarnik, Ana Ajmatova, Amalia Bautista o Rupi Kaur tienen mucho que decir
sobre el cuerpo, la maternidad, la voz, la mirada y la respuesta frente a la
opresión.
O Francisca Aguirre
(Alicante, 1930- ), una poeta largamente invisibilizada como integrante de la
Generación del 50 y como una de las voces poéticas más importantes de la
segunda mitad del siglo XX en España. Su primer libro, Ítaca (1972), fue distinguido con el Premio Leopoldo Panero; Nanas para dormir desperdicios (2007),
con el Premio Alfons el Magnànim; sería Historia
de una anatomía (2010) el que le valdría el Premio Internacional de Poesía
Miguel Hernández y el Nacional de Poesía (2011). Son también obras suyas fundamentales
Los trescientos escalones (1977), Pavana del desasosiego (1996) y La herida absurda (2006).
En su poesía,
Francisca Aguirre se cuenta desde la memoria y desde la emoción (“soy pájaro/
mis vuelos son/ dentro de mi”). Y poniendo voz a su historia personal recrea la
historia colectiva de la guerra y la posguerra española: el encarcelamiento y
asesinato de su padre, el deseo de huida, el hambre, las evasiones cotidianas,
la lectura como sustento. La poesía de Aguirre no teme al dolor del recuerdo,
le teme a no poner voz a la memoria (“había poca luz/ pero mucho silencio”). En
sus versos se reivindica el poder de la poesía para pensar otros mundos
posibles, para construir nuevas utopías, para transformar las realidades que
hieren o han herido. La palabra como estrategia emancipadora, la voz como
necesidad de supervivencia. Por eso, le da voz a Penélope en Ítaca, porque quiere conocer el tejido
de su memoria y de sus necesidades. Le da voz a su madre en Los trescientos escalones y en La herida abierta para iluminar su
historia de miedo y resistencia. La palabra y las relaciones humanas son la
fuente de esperanza. Porque la poesía de Aguirre no es pesimista, pero asume
que el optimismo requiere de una gran carga de valentía: romper el silencio,
hacerte visible; reivindicar la memoria, no para conocer el pasado, sino para
hacer vivible el presente.
El
último mohicano
No
tuve nada, y sin embargo, de algún modo,
comprendo
que lo tuve todo
no
teníamos nada, nada, salvo el miedo, el dolor,
el
estupor que produce la muerte.
Cuando
mataron a mi padre, nos quedamos en esa zona
de
vacío que va de la vida a la muerte
dentro
de esa burbuja última que lanzan los ahogados,
como
si todo el aire del mundo se hubiese agotado de pronto,
ahí
nos quedamos, como peces en una pecera sin agua,
como
los atónitos visitantes de un planeta vacío.
Nada
teníamos, aunque también es cierto que ya nada queríamos.
Recuerdo
bien que a mi hermana Susi y a mí
nos
dieron la noticia en el cuarto de aseo de aquel colegio
para
hijas de presos políticos.
Había
un espejo enorme y yo vi la palabra muerte
crecer
dentro de aquel espejo hasta salir de él y alojarse
en
los ojos de mi hermana
como
un vapor letal y pestilente.
Nada
ha logrado hacerme olvidar aquellos ojos
salvo
algunas horas de amor en que Félix y yo éramos
dos
huérfanos, y el rostro milagroso de mi hija.
Y
nada más tuvimos durante mucho tiempo
pero
mamá tuvo menos que nadie,
mamá
quedó como un espejo sin azogue,
lo
perdió todo, salvo un hilo delgado que la unía a nosotras.
Y
por aquel inconcebible puente, como tres hormiguitas, íbamos y
veníamos
a su estatua de vidrio restituyéndole el azogue.
Volvió
a nosotras desde el país del hielo.
Y
volvió tan absolutamente, que gracias a ella, nosotras,
que
nada teníamos, lo tuvimos todo.
Mamá
fue nuestro esparzo nuestro guerrero del antifaz, el país de las hadas, la
abundancia dentro de la miseria,
nuestro
mejor amigo, nuestro escudo contra los moros,
la
enamorada de las bellas artes
la
que hizo posible que papá no muriera,
la
que lo fue resucitando en cada uno de sus cuadros.
Mamá
fue quien nos dijo que mi padre admiraba a los griegos,
que
adoraba los libros, que no podía vivir sin la música,
y
que fue amigo de Unamuno.
Cierto
que no tuvimos nada.
Que
muchas veces nos faltaba todo
Pero
aunque algunos días no comimos,
tuvimos
una radio para oír a Beethoven.
Y
un día de reyes de 1944 mamá y los tíos fueron al Rastro.
Nos
compraron tres libros: La cuesta
encantada, Nómadas del norte y El último mohicano.
Dios
sabe cuántas veces habré leído esos libros.
Mamá
nos trajo El último mohicano. Y de la mano de ese
indio
solitario entramos en el mundo de lo maravilloso.
Y
lo tuvimos todo para siempre.
Y
ya nadie podrá quitárnoslo.
En
Los trescientos escalones (1977)
Reeditado por Bartleby Editores en 2012
Reeditado por Bartleby Editores en 2012
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